[...] Durante al menos tres días estuvieron vuelta que te vuelta sobre el complejo mito triangular de Ariadna, Teseo y el Minotauro.
La base fundamental –decía uno de los dos– es que Ariadna vive en una isla. Por supuesto, se trata de la isla del momento. El Nueva York de la época.
Está claro que, en el manuscrito, el nombre de la ciudad con que compara sería otro. Sin embargo la caligrafía es ambigua. Hay cierto consenso en llamarla Córdoba, que en el alifato cúfico guarda semejanza con Monte Sion, pero que en el hebreo peninsular es casi equivalente a Cnossos. Este juego de palabras posiblemente esconda algún código matemático clave; si bien el problema no está resuelto.
Ariadna pasea por la isla. Es una isla grande y Ariadna está contenta. No puede saber que está cansada de visitar siempre los mismos paisajes. Aún no ha caído en la cuenta de que sus paseos la llevan siempre a los mismos sitios, en una combinatoria limitada de secuencias. La repetición no es un problema. El único referente que pudiera incordiar ese conformismo es la visión extraña de los inmigrantes que vienen desde el continente.
Sócrates aprovecha para lanzar una crítica feroz al mito de Europa. Considera que ha venido siendo una sutil y exitosa campaña de propaganda para suavizar el imperialismo minoico. Hace parecer que su inocencia cretense fue raptada por el mentido robador. Es al revés: con su estética (léase moda en la exportación de productos comerciales) acaba imponiendo su cultura y valores de vida: transforma al primitivo señor europeo en el toro de Minos. Hasta tal punto cala la idea, que las principales casas míticas griegas las hace descender de la arcaica relación entre Zeus, ese toro, e Ío, la vaca.
Averroes, para no enredarse más en el puntilloso chovinismo socrático, le da la razón. Para que no se note demasiado, compensa su reproche pseudoaquiescente con otra vuelta de tuerca. Lo bien que la propaganda del imperialismo ateniense supo barrer para casa. Se venden como víctimas de los abusos cretenses; cuando, sin duda esto es lo más probable, se trataba de una fuga de cerebros. Los mejores jóvenes abandonaban su país para ir a formarse a Cnossos, en la corte de Minos, el más sabio de los reyes de la antigüedad. El desprestigio en este sentido culmina en lo calumnioso con la historia de Dédalo, incapaces de superar los atenienses que la mejor de sus mentes se vaya a trabajar para la competencia. Y así luego Teseo, el gran espía industrial.
Por tanto, Ariadna, una niña feliz que disfruta de la prosperidad de su isla y de la sabiduría de su padre. Todo le cuadra. Pero poco a poco va comprendiendo ese extraño reguero de pensamiento foráneo que llega a sus pies. El saber de su padre deja de ser completo. Los paseos de la isla dejan de ser suficientes.
Entonces llega el joven Teseo. Esto es: el significante extranjero se vuelve deseable. De inmediato, la casa familiar destapa su insuficiencia, cobra un tufillo incestuoso al que habrá de llamar Minotauro. Pero ese tufillo es ella misma, educada en los brazos de su padre y en la sexualidad de su madre. Por supuesto, Ariadna lo que desea de entrada es que Teseo, el pensamiento extraño, la ame, tal como es, con cabeza de vaca y todo. Pero Teseo, como puñetero ateniense, tiende a la dialéctica –aquí los del bando de Sócrates refunfuñan, pero el propio Sócrates ha comprendido la cariñosa ironía de Averroes y zanja el asunto con un gentil bufido o una sonrisa– y discute las incongruencias de la ideología minoica.
Sócrates, incomodado por ese comentario de Averroes, decide llevar el discurso a otros derroteros. Alega que no es tan conveniente interpretar el encuentro entre estos dos jóvenes como un combate de ideologías. Como si cada cual supiera. Porque además, puede que Ariadna fuera una mujer sabia, hija de su padre (le da a Teseo la sorprendente idea del ovillo, en la que el héroe jamás habría caído de por sí; "¡hombre!, aquí Ariadna es tratada como una musa para Teseo" –Avi, no te desvíes, le reprocha Sócrates); pero Teseo es un bruto, un soldadete, un mandado.
–Claro, claro: aquí está ese típico disfraz de ingenuidad, de torpeza, de ignorancia... cuando bien sabemos cómo sois todos los atenieses.
–Olvida ya ese empeño en picotearme –ataja Sócrates.
Ariadna decide que Teseo despierte a su amor. Teseo, hombre que es, no se espera la pasión de Ariadna; para comprenderla y soportarla la confunde con la velleza, con la jubentud, con el blaser de los plesos y abrañazos. Pero la paciencia de Ariadna va tejiendo y sembrando itinerarios para que Teseo la reconozca como Minotauro.
Cuando hablaban del Minotauro tenían que hacerlo en voz muy baja, casi un susurro, para no excitar los oídos maliciosos de los fieles que venían a rezar. Ni siquiera les bastaba con eso (cada vez que pasaban junto a la sala de oración, la de hermosos arcos e incontables), así que cuando nombraban al Minotauro lo llamaban Ariadna, unas veces, otras veces Teseo. Y como la conversación se prolongó tanto, muchos no llegaron a enterarse nunca de este código, lo que dio lugar a enconadas controversias mucho después.
Así todos esos años, jóvenes Teseo y Ariadna, estudiantes fervorosos en la universidad, la vida, o sólo la juventud, pero en la isla de Creta, es decir, en la casa de Ariadna, la mujer-toro. Cuando lo ve conveniente, decide desnudarse. Entiende este momento crucial. Teseo piensa que ya la ha visto desnuda y que ha gozado de su desnudez y no imagina más desnudez y goce posible. Ariadna, en cambio, insatisfecha (le jode el reguero foráneo que es Teseo –es la única opción de que Teseo sea algo–) pone todas las cartas, por fin, sobre la mesa. Ariadna, conduce a Teseo hasta su espejo. Después de tantos años (mira la de siglos que llevamos con el mito), Teseo ve en el espejo la imagen del Minotauro. Cuando tiene que explicarlo, Teseo no sabe muy bien quién es quién, si ve a Teseo, a Espejo, a Ariadna o a Minotauro. Confundidos por el lenguaje, Teseo y Ariadna dan largos paseos por la isla discutiendo sobre el tema.
Borges, aquí no pudo evitar tejer las alusiones a la metáfora del abrazo amoroso como el largo paseo por la isla. Ese cuerpo que era la noche de Córdoba o los amantes. [...]
[...] Cómo iba a imaginar nunca Teseo que así iba a ser el abrazo de Ariadna. Él que era mero ejecutante, no consciente de los dictados de sus actos, hijo de los hijos del Destino; hasta ahora. En el mito Ariadna se marcha con Teseo, pero es Teseo quien realmente sale de la ignorancia de su casa. Viéndose por fin en un espejo de labios de una mujer (de otra mujer).
Porque qué sabrá el joven Teseo de cómo quiere ser tocada una mujer. Y él va aprendiendo a trazar placeres sin ley. Y mientras discuten, Teseo habla de la incomodidad, de la barbarie, de la dureza del continente. Ariadna le cuenta los saberes de la isla.
Por un lado, el mito refleja un ideal: el del hombre que quiere quedarse. Pero ese querer quedarse es en el hombre la tentación constante de volver a su casa. Ama a la mujer, y el sexo es un acto de conquista, conquista común de un mundo nuevo, que es ella y es lo extraño, lo ignoto para ella. El hombre entrega a la mujer un hilo para que mate de orgasmos a la bestia, pero en ese mismo instante ya quiere volver, y la mujer se queda sola, abandonada al placer incompleto.
La bestia mujer, que no ha conocido a la humana simplicidad del extraño lenguaje del continente, es derrotada por el encuentro amoroso. El hombre bruto que no conoce el bestial lenguaje de la mujer aprende a ser humano como ella. Todo un ideal. Porque lo cierto es que el mito lo que dice es que Teseo no aprende nada, el hombre (sólo porta un mito, el lenguaje). Ariadna en cambio, después de conocer al hombre, y la obediencia del hombre, y el abandono del hombre, y la ceguera del hombre, el hombre que apenas soporta su cabeza de cabestro sobre sus hombros, la mujer, Ariadna, en la nueva isla que es, ya está preparada para conocer al dios, el auténtico hombre, Dionisos, embriagador, el multiforme.
Durante décadas y siglos y miles de años, horas seguidas pasaban Ariadna y Dionisos dándole vueltas a la islita (romántico y sensual, desenfrenado paseo por la playa), comentando lo absurdo del abandono de Teseo. Juntos se ríen de la niña Ariadna, cuando sueña con un joven de extraño lenguaje de más allá de la isla. Juntos reviven el encuentro del primer hombre y la primera mujer a embestida limpia y cruel y elegantes requiebros y caricias. Juntos comentan sus antiguas pasiones. Si quisieran podrían salir de la isla; pero no lo ven necesario: el tiempo y el lenguaje ya saldrá por ellos.
¿Por qué digo que es un ideal? Está claro que para que dos desconocidos, de dos mundos tan diferentes como Teseo y Ariadna se encuentren, uno ya tiene que saber y estar esperando. Porque si cada uno fuera el minotauro del otro estarían siempre buscándose a sí mismos y alejándose precisamente por esa búsqueda. Sólo podrían encontrarse por error, en el lapsus en que dejaran de buscarse. Y serían otros.
El abandono de Ariadna. ¿Por qué tiene que irse Teseo de Creta? ¿Dónde se ha visto que un cerebro fugado vuelva a su patria? De ahí deducimos que Teseo era realmente un becerro. En la corte de Minos, el hombre más sabio de su momento (y como prueba su puesto de juez en el Hades, más sabio en todos los momentos de la historia y de la no-historia). En todos los mitos el héroe vuelve a recuperar el trono que por familia le pertenece (y generalmente esto los acaba en la corrupción y la ruina personal). En cambio, las princesas son arrebatadas para siempre de su hogar: véase Andrómeda, Helena (por dos veces), Isolda, Ariadna por supuesto, el colmo de Medea, expulsada hasta de tres hogares distintos, y la bochornosa parodia de Penélope, que defiende la honestidad de la casa de su marido, mientras este no se atreve a volver.
Esto sería un indicio de la estructura mítica marcando cómo el hombre tiende a acomodarse en el fantasma familiar, mientras que la mujer está más dispuesta a salir. En más momentos se siente no reconocida, no vista, no comprendida, no la verdadera hija de sus padres. Eso la alejaría de la sensación de incesto, y le daría licencia para hacer lo que quisiera, desentenderse, por ejemplo, de su condición humana y hacérselo, si se le antoja, con un toro.
Aquí Sócrates le reprochó a Averroes el desastroso juicio moral con el que hablaba de las mujeres. Cuando, en realidad, son las mujeres las que tienden a hacerse con el control de su casa, si es la casa, o de la empresa, si es el trabajo. Hasta el punto de que casa y mujer se unen en la cultura. Toro y mujer se unen. Casa y toro. Y lo único que los separa es el instante, al que unos llaman Teseo, pero que él llama Ariadna. [...]
[...] El asunto es más sencillo. ¿Por qué tiene que acabar una noche de amor? Córdoba ha mellado sus murallas y se derrama en mil y una noches. Son millones los cuerpos que se aman. Los lectores de Teseo, el redactor de la historia, debieran saber que el continente es otra isla. Creta y Naxos son o no son la misma isla. Dos amantes dan vueltas y vueltas a la noche y quién puede decir dónde acaba. Los cuerpos no quieren terminar y se abrazan en mil y una Córdobas.
Se dice que cruzaron el mar y que el mar estaba en tormenta, que las olas se levantaban como paredes. Pero ellos habitaban la isla de su barco. Daban vueltas por cubierta, zarandeados por las embestidas del Minotauro. Y discutían. Muchos son los cuerpos que se aman y, en este sentido, la razón humana es poco útil para delimitar los senderos de amor. Sería mejor tener el olfato de un toro.
[...]
[...] Recuerdo que se me vino la fantasía de que nuestra cafetería era Cnossos, el centro del Patio de los Naranjos, cuyo perímetro interior era recorrido una y otra vez en un sentido por Averroes y Sócrates y en el sentido contrario por Ariadna y Mientras que el perímetro exterior (separado por un fino escaparate) lo rondaba su voz de mujer y sus borgianas palabras. [...]
[...] La noche en la habitación de su hotel ya era un borracho de sus ojos. Cada lugar fuera de su rostro era un extraño lugar. Tan cerca estábamos en los besos. Sé del vestíbulo. Sé del ascensor y cielo santo su pelo: caía como habían llovido apenas antes sus palabras. Pasillos y puertas. Pasillos y puertas. Y las llaves y la sombra hasta su cama. Y tanta noche y tanto cuerpo. Ya no sabré volver de la blandura. Su pecho blando, sus dedos firmes. Ella no me lo enseñó. Me ató con calor. Me daba muerte cada vez que penetraba y volvíamos a empezar. Cada vez más cerca de la intimidad. Más cerca de la locura, o a un roce. [...]
[...] Sólo me queda el recordar su conversación, al otro lado de la mesa. Y cuando me imagino saliendo de la cafetería tras ella, no llego sino a perseguirla siempre, eternamente, a una mesa de distancia. Y esa mesa dura toda la vida. Paseo por las calles, con rumbo incierto, y pienso que cualquier intención es una excusa para buscarla. Imagino que ella piensa lo mismo y me busca. Y vivimos en la misma ciudad, dando vueltas, estúpidos, buscándonos.